La Ciencia Pop 12: S01E12 | Lucy in the sky with virus
La pandemia de influenza de 1918 mató a cerca de 50 millones de seres humanos y su paso por el mundo dejó una estela de muerte y terror. Una de las cosas más terroríficas sobre esta pandemia es que jamás supimos qué fue lo que la causó; en efecto, la relación de los virus con la gripe sólo se estableció de manera clara en 1933 y la identidad del virus que causó la peor pandemia de la historia fue conocida recién 80 años después. Los secretos de ese virus pudieron ser revelados gracias a Lucy, una mujer Inuit que vivió en una remota aldea en la costa de Alaska y hoy les contaré su historia.
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La Ciencia Pop
S01E112 | Lucy in the sky with virus
1. INTRODUCCIÓN
La pandemia de influenza de 1918 mató a cerca de 50 millones de seres humanos y su paso por el mundo dejó una estela de muerte y terror. Y una de las cosas más terroríficas sobre esta pandemia es que jamás supimos qué fue lo que la causó. En efecto, la relación de los virus con la gripe solo se estableció de manera clara en 1933 y la identidad del virus que causó la peor pandemia de la historia fue conocida recién 80 años después. Los secretos de ese virus pudieron ser revelados gracias a Lucy, una mujer Inuit que vivió en una remota aldea en la costa de Alaska y hoy, La Ciencia Pop, les contaré su historia.
2. PATREON
3. PRIMERA PARTE
En la segunda mitad del siglo 19, el trabajo de varios científicos, pero principalmente de Louis Pasteur y Robert Koch, permitió establecer que las enfermedades infecciosas se vinculaban con la presencia de bacterias, microorganismos muy pequeños, invisibles para el ojo humano. Gracias a los microscopios y a los estudios sistemáticos de las enfermedades infecciosos, quedó muy bien establecido el rol de las bacterias en nuestra salud, pero producto de su menor tamaño, el estudio de los virus y su relación con las enfermedades quedó postergado.
En 1892, el biólogo ruso Dmitri Ivanovsky estaba estudiando la enfermedad del mosaico del tabaco, que se manifestaba como una decoloración en las hojas de las plantas que generaba un patrón similar a un mosaico. Ivanovsky determinó que la enfermedad podía ser transmitida a una planta sana si se la trataba con un extracto de hojas molidas de una planta enferma. Cuando usó un extracto que había sido pasado por un filtro diseñado por el francés Charles Chamberland –y que permitía eliminar bacterias– ese extracto siguió causando la enfermedad en una planta sana, por lo que Ivanovsky concluyó que muy probablemente la enfermedad era producida por una toxina bacteriana, demasiado pequeña como para ser retenida por el filtro. Sin saberlo, Ivanovsky había caracterizado por primera vez a un virus, el del mosaico del tabaco (TMV, por tobacco mosaic virus). Si bien la palabra virus –que vine del latín y significa veneno– se había usado desde el siglo 18 para referirse a una sustancia tóxica, la primera vez que se usó para referirse al agente causante de una enfermedad que no era una bacteria fue en 1898, cuando el holandés Martinus Beijerinck llamó virus a la entidad que causaba la enfermedad del mosaico del tabaco. Beijerinck pensaba, sin embargo, que el agente infeccioso que causaba esta enfermedad en las plantas era de naturaleza líquida y no corpuscular, y por eso lo llamó también “fluido vivo contagioso”.
Los virus están en ese molesto límite entre lo que está vivo y lo que no lo está y pueden ser definidos como máquinas moleculares de copiarse a sí mismas. O como dijo Peter Medawar, los virus son malas noticias envueltas en proteínas.
Si bien a inicios del siglo 20 los virus comenzaron a ser estudiados, lo que regularmente los científicos podían caracterizar eran los efectos de esos virus. Esto, debido a que, por su menor tamaño, mayoría de los virus queda fuera del alcance de los microscopios ópticos y estaban ocultos para nuestros ojos. No solo eso, inicialmente los virus fueron estudiados por las enfermedades que producían en plantas o sus efectos en bacterias crecidas en placas de cultivo, pero no estaba claro su efecto en nuestra salud.
De esta forma, no fue sino hasta el año 1933 en que se determinó que la gripe era una enfermedad producida por un virus, cuando se demostró que, al filtrar las muestras del líquido obtenido de la garganta de pacientes con gripe para eliminar cualquier rastro de bacterias, se podía producir una enfermedad similar en hurones. Esa fue la primera vez que asociamos la gripe con un virus. Recién en 1939 y gracias a la invención del microscopio electrónico, fuimos capaces de ver a los virus. Y por su gran tamaño, el virus del mosaico del tabaco fue el primero en ser analizado usando esta nueva tecnología.
Todo esto quiere decir que lo que sea que haya causado la pandemia de gripe de 1918 no pudo ser caracterizado en su momento, lo que solo agregó más terror a las noticias de su paso por el mundo. Así, en un hecho que puede parecer sorprendente, nadie supo en esa época qué fue lo que mató a 50 millones de seres humanos entre 1918 y 1920.
La gripe es una enfermedad respiratoria grave conocida desde la antigüedad y no debe ser confundida con el resfrío común, una enfermedad respiratoria inofensiva que usualmente no produce más complicaciones que algo de congestión. Otro nombre para la gripe es influenza, que viene del latín influentia y que se usaba para referirse a cualquier enfermedad supuestamente causada por la influencia invisible de las estrellas. En 1743, una epidemia de gripe se paseó por Europa y los italianos la llamaron influenza di catarro, pero en Inglaterra se le llamó sencillamente influenza.
El 28 de mayo de 1918 se informó que una enfermedad de naturaleza desconocida estaba diseminándose en Valencia, España. La enfermedad –de corta duración, muy contagiosa y fatal en un alto porcentaje de los casos– se caracterizaba por presentarse con fiebre alta, mucha tos y malestar generalizado. Una enfermedad similar se describía en otras ciudades de España. Se parecía a la gripe que cada invierno rondaba por las ciudades, pero a diferencia de otros años, la tradicional gripe se había convertido en un asesino en serie. Debido a las restricciones a la prensa impuesta en parte importante de Europa durante la Primera Guerra Mundial (que finalizó en noviembre de 1918), las primeras noticias sobre la pandemia de gripe de 1918 salieron desde España, donde tales restricciones no aplicaban. Esto ha generado la idea de que la enfermedad apareció en ese país inicialmente y por eso se le conoce como la pandemia de gripe española. Sin embargo y a ciencia cierta, nadie sabe cómo ni dónde comenzó. Actualmente, se discute la pertinencia de aplicar gentilicios a las epidemias puesto que ello puede prestarse para la generación de actitudes colectivas que se traducen en discriminación, proteccionismos y estigmatización.
El médico de la armada de EEUU Roy Grist le escribió a un colega: “Estos hombres comienzan con lo que parece ser un ataque ordinario de gripe o influenza, y cuando son llevados al Hospital desarrollan muy rápidamente el tipo de neumonía más brutal que jamás se haya visto […] Es solo cuestión de unas pocas horas hasta que llega la muerte […] Hemos estado promediando alrededor de 100 muertes por día […] Hemos perdido un número escandaloso de personal médico y se necesitan trenes especiales para llevarse a los muertos […] Durante varios días no hubo ataúdes y los cuerpos se apilaron atrozmente»
Durante la pandemia de gripe española, murieron más estadounidenses que en todas las guerras del siglo 20.
La influenza es una enfermedad respiratoria infecciosa grave causada por los virus de la influenza. Si bien existen los virus de la influenza A, B, C y D, solo los dos primeros son relevantes para la salud de los humanos. Los síntomas asociados con la infección por el virus de la influenza varían enormemente, desde una enfermedad respiratoria leve confinada a la parte superior tracto respiratorio a versiones más severas, caracterizadas por fiebre, dolor de garganta, secreción nasal, tos, dolor de cabeza, dolor muscular y fatiga, que puede derivar en una neumonía grave y, en algunos casos, mortal debido a la misma infección viral o bien a una infección bacteriana secundaria.
Los virus de la influenza A son los más relevantes y se cree que tienen su origen en aves silvestres. Estos virus se dividen en subtipos que se clasifican de acuerdo a las variaciones que presentan en dos proteínas de la superficie viral: la hemaglutinina (H) y la neuraminidasa (N). Existen 16 diferentes subtipos de hemaglutinina y 9 para neuraminidasa, lo que quiere decir que potencialmente hay 144 diferentes tipos de virus de influenza A, pero hasta ahora se han identificado 131 en la naturaleza.
Los virus de la influenza A que más comúnmente circulan entre humanos son los A(H1N1) y A(H3N2), pero además existen grupos y subgrupos de cada uno, generando una enorme variabilidad, la que se explica por dos características propias del virus relacionadas con la forma en que administra su información genética.
En primer lugar, el genoma de los virus de la influenza es muy especial y está organizado en 8 moléculas diferentes, llamadas segmentos. Así, el segmento 1 del virus AH1N1 es equivalente al segmento 1 del H3N2. Si dos virus distintos infectan a una misma célula, es posible que se intercambien segmentos enteros entre ellos, generando un virus diferente.
Y en segundo lugar, todos los virus necesitan copiar su genoma para fabricar nuevas copias de sí mismos y para eso necesitan que algo copie la información genética. El problema es que el sistema de copia de los virus de la influenza es muy malo, no copia de manera fidedigna la información y comete errores. Eso quiere decir que, de vez en cuando, genera una copia del genoma que es levemente diferente a la original. Y eso puede generar cambios en las proteínas y, por lo tanto, variabilidad.
De esta forma, los virus de la influenza cuentan con dos mecanismos diferentes para generar variabilidad. Eso quiere decir que un virus A(H1N1) que circula un año determinado no es exactamente igual a otro virus A(H1N1) que circula en un año diferente, debido a pequeñas variaciones que son generadas de manera natural. Y esas pequeñas variaciones puede convertir a un virus relativamente inocuo en un asesino en serie.
Durante décadas, la pandemia de influenza de 1918 fue una especie de historia de terror en la que nadie sabía quién era el asesino. Una reliquia de tiempos pasados que azotó a la humanidad en la infancia de nuestra comprensión de las enfermedades. ¿Qué patógeno causó la neumonía más brutal que jamás se haya visto? Nadie lo sabía y durante 80 años, nadie lo supo. Lo que es realmente impresionante. De manera inesperada, la respuesta a esa pregunta estaba enterrada en una pequeña aldea en la costa de Alaska.
Y esa historia se las voy a contar, después de esta pausa.
4. MICRAE
5. SEGUNDA PARTE
En 1900, una misión religiosa liderada por el pastor luterano noruego Tollef Brevig se instaló en la esquina más occidental de Alaska con el apoyo del gobierno local, en una zona de caza y pesca que el pueblo Inuit ocupaba también para el comercio de pieles con Siberia, a solo 60 km de distancia. El lugar se conoce actualmente como Misión Brevig y las cerca de 400 personas que viven ahí hoy lo hacen con una economía de subsistencia, muy similar a la que tenían a inicios del siglo pasado, cuando la población era de 80 personas. Nadie sabe muy bien como ocurrió, pero a ese aislado rincón del mundo la pandemia de influenza también llegó. En cosa de días, entre el 15 y el 20 de noviembre de 1918, 72 de los 80 habitantes de la Misión Brevig murieron producto de la influenza. Los cadáveres fueron sepultados en una fosa común, donde quedaron congelados en el permafrost. Varias cruces blancas fueron puestas para recordar la tragedia y el lugar se convirtió en un sombrío monumento en medio de la nada. Para los científicos, sin embrago, se trataba del lugar ideal para ir a cazar a un asesino.
Fue el Dr. William Hale, quien encabezó el Departamento de Bacteriología de la Universidad de iowa, a quien se le ocurrió la idea en la década de 1940 de tratar de recuperar el virus de esa fosa común, pensando que el permafrost podría haberlo preservado. Si se pudiera estudiar ese virus, tal vez podríamos comprender porque resultó tan letal.
La Segunda Guerra Mundial se interpuso en el camino de ese proyecto, pero finalmente Albert McKee, profesor de microbiología de la Universidad de Iowa, resucitó la idea en 1950. Se le unió el Dr. Jack Layton, profesor de bacteriología, y Johan Hultin, un estudiante Sueco que hacía su doctorado en la Universidad de Iowa.
Debido a la compleja naturaleza del proyecto, que básicamente buscaba rescatar a un virus que había sido responsable de matar a 50 millones de personas, los investigadores tuvieron que solicitar autorización del Departamento del Interior de Estados Unidos, del gobernador de Alaska; del Servicio de salud pública, un juez en el territorio siberiano y, en última instancia, del Consejo de nativos de la remota Misión Brevig y de los familiares de los que habían muerto en 1918. Todos autorizaron la excavación.
La fosa común estaba a 8 millas de la misión Brevig. McKee, Layton y Hultin trabajaron durante varios largos días en Alaska, hasta altas horas de la madrugada. Inicialmente tuvieron que encender varias fogatas para poder cavar luego a través de 2 metros de permafrost. Luego de vacar durante horas, desenterraron 4 cuerpos, de los que tomaron pequeñas muestras de tejido pulmonar.
De vuelta en Iowa, Hultin hizo todo cuanto se podía en aquella época por rescatar al virus: intentó crecerlo en huevos fertilizados y lo inoculó en ratones, ratas y hurones, pero nada funcionó. Si había virus en las muestras de la Misión Brevig, este no era infectivo. Desilusionado, Johan Hultin abandonó su doctorado y se convirtió en un exitoso médico patólogo en San Francisco. Pero Hultin es un tipo obstinado. Ha viajado por todo el mundo restaurando sitios arqueológicos, construyó una réplica de una cabaña noruega del siglo 14 –una empresa que le tomó 36 años– e hizo investigaciones científicas en el Everest. Un tipo así no olvida fácilmente una derrota.
El 21 de marzo de 1997, la revista Science publicó un artículo en el que se describían fragmentos de la secuencia del genoma del virus causante de la pandemia de influenza de 1918. El material genético del virus –parcialmente degradado– había sido obtenido desde pequeñas muestras del pulmón de una víctima de la pandemia. Esas muestras estaban embebidas en un bloque de parafina sólida y nueve fragmentos del material genético del virus pudieron ser secuenciados. Recién después de casi 80 años tuvimos certeza de la identidad del agente causante de una de las pandemias más devastadoras de la historia: el asesino fue identificado como el virus de la influenza A(H1N1)
Cuando Johan Hultin leyó al artículo en Science, lo primero que hizo fue escribirle una carta a Jeffrey Taubenberger, uno de los autores del estudio, para contarle sobre la Misión Brevig y la posibilidad de usar las técnicas de biología molecular modernas –desarrolladas a partir de la década de los 70s– que podrían permitir rescatar el genoma completo del virus desde muestras congeladas en el permafrost.
Taubenberger llamó por teléfono Hultin y le confirmó su interés. Eso era todo lo que se necesitaba. Acto seguido, Hultin preparó su equipaje –incluyendo las tijeras de podar de su esposa– y emprendió rumbo a Alaska, gastándose US$3,200 que pagó de su bolsillo. Al llegar a la Misión Brevig pidió permiso para excavar y enterrada a dos metros de profundidad encontró a una mujer Inuit de unos veinte años que había muerto en 1918, a la que llamó Lucy.
Lucy había sido una mujer obesa y la grasa corporal protegió a los pulmones durante el lento proceso de congelamiento, de tal forma que estos se encontraban en un gran estado de conservación. Hultin extrajo algunas muestras y más tarde las envió al laboratorio en el que trabajaba Taubenberger. Diez días después de enviar su particular encomienda, Hultin recibió la respuesta: habían logrado identificar material genético del virus de gran calidad desde los pulmones de Lucy.
Lo que siguió fue la reconstrucción de la cara del asesino a partir de la descripción de sus genes. En 1999 publicaron un primer artículo en el que se describía la secuencia completa del segmento del genoma que contiene las instrucciones para fabricar la hemaglutinina del virus A(H1N1) de 1918. El análisis indicaba que la proteína guardaba gran parecido con las hemaglutininas de virus de influenza de aves y que muy probablemente el virus estaba circulando entre los humanos antes de 1918, probablemente entre 1900 y 1915 .
En el transcurso de los siguientes seis años se publicaron seis estudios científicos en los que se usó la muestra de virus extraída de los pulmones de Lucy. Finalmente, en el año 2005, los científicos habían secuenciado los 8 segmentos del genoma del virus que había causado la pandemia de influenza de 1918. Una cosa interesante es que se encontraron pocas mutaciones conocidas que pudieran explicar la enorme agresividad de ese virus. En ese punto y, para seguir con las investigaciones, hubo que tomar una decisión muy compleja: con todos los trozos de información que se había obtenido era posible ensamblar al virus que causó la pandemia de 1918 y traerlo al presente.
¿Vale la pena correr un riesgo de esta naturaleza? Para los científicos y autoridades del Centers for Disease Control and Prevention –el famosísimo CDC– la respuesta era sí, básicamente porque todavía no lográbamos entender del todo dónde residía la enorme agresividad de este virus. Luego de revisar todos los pro y contras, luego de escribir normas adicionales y elegir el laboratorio de bioseguridad de nivel 3 (BSL3) del CDC en Atlanta, se llegó a la conclusión de que lo mejor era que sólo una persona metiera las manos en ese pozo negro de información genética. La persona elegida fue el Dr. Terrence Tumpey, microbiólogo y jefe de la sección de inmunología y patógenos de la división de influenza del CDC y fue lo más parecido a lo que hemos visto en películas sobre virus peligrosos: Tumpey debía trabajar solo, después del horario laboral del resto de los investigadores y el acceso al laboratorio se hacía con la huella digital. No solo eso, para abrir los congeladores destinados al proyecto se habilitó un escáner de retina y sólo Tumpey los podía abrir con uno de sus ojos. Tumpey sabía que si se llegaba a infectar se le pondría automáticamente en cuarentena y se le negaría el contacto con el mundo exterior.
Era un astronauta en la Tierra armando un rompecabezas que podía matarlo.
Y Tumpey lo tenía claro, tanto que el día que el virus finalmente fue ensamblado envió un correo electrónico a sus colegas: “es un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”. A fines de julio del año 2015, el virus de la influenza A(H1N1) que causó la pandemia de 1918 volvió a hacerse presente en este planeta.
El 7 de octubre de 2005, la revista Science publicó el estudio en el que se caracterizaba el virus de la influenza que causo la pandemia de 1918 y que había sido reconstruido por Tumpey. El virus resultó ser un asesino brutal. Por ejemplo, la cantidad de virus que se acumulaba en los pulmones de ratones infectados con el virus de 1918 era 39.000 veces más alta y resultaba 100 veces más letal que otros virus similares usados como control. El virus fue inyectado en huevos de gallina fertilizados y los embriones sucumbieron en cosa de días, algo similar a lo que ocurre con las versiones de A(H1N1) de aves. Como control, el virus A(H1N1) estacional que circula en humanos no tuvo ese efecto destructivo. Finalmente, se concluyó que no había un componente en particular que diera cuenta de la agresividad del virus y eran los ocho segmentos genómicos los que en conjunto generaban una mezcla letal.
En ese sentido, el virus de la influenza que causó la pandemia de 1918 es una máquina de matar, un inigualablemente letal producto de la naturaleza y la evolución, que nace a partir de la convivencia de los humanos y otros animales. El último gran asesino global.
Como comparación, la actual pandemia de coronavirus ha generado casi 5 millones de casos confirmados y ha matado a 330.000 personas. Se cree que la pandemia de influenza de 1918 mató a 50 millones de personas en dos años y nos tardamos casi 80 años en identificar al virus. En la actual pandemia, nos demoramos dos semanas en tener la secuencia del genoma del virus y 42 días después se anunciaba el primer ensayo clínico de una vacuna.
Bueno, eso fue todo por hoy, espero que hayan disfrutado de esta historia. Nosotros nos encontramos nuevamente la próxima semana, recuerden que me encuentran en Instagram y twitter como @Gabotuitero. Que estén muy bien, lávense las manos.